Enrique Amorim es el más fecundo y el
más célebre de los cultivadores de la literatura nativista, va más allá de la
sencilla reproducción fotográfica de la llanura. Crea un espacio imaginario en
el campo tal como, después de 1940, interpretará el mundo de la ciudad según
criterios político-sociales.
“La Carreta” de Enrique Amorim se
enmarca dentro de la tendencia denominada “mundonovismo”,
que fue la dominante en la narrativa hispanoamericana entre 1920 y 1940 aproximadamente.
Los narradores mundonovistas abandonan la temática universalista del modernismo
y aspiran a crear una literatura de fuerte sabor “americano”, creyendo reflejar
de forma más auténtica la esencia de América. La carreta atraviesa fronteras, aleja paisajes
y así va dejando huellas imborrables especialmente en los troperos, capitanes,
tripulantes, hombres solitarios, esquiladores y peones.
Amorim se encarga de construir un
mito, de inventar una nueva categoría de mujeres pasteleras y vendedoras de quitanda,
es decir, de verduras y frutas ya que la voz “quitanda” es de origen portugués.
Las quitanderas fueron mujeres avanzadas para principios del siglo XX
que abandonaron su oficio para dedicarse a la tarea de amar pero además de las
pasteleras, las esposas y atracciones de un circo lugareño desertaron de esta
actividad, consecuencia del fracaso rotundo que la empresa iniciada les
acarreaba, y por tal motivo decidieron unirse al tropel de mujeres “misioneras
del amor” que han sido simplemente una invención de Enrique Amorim.
Las fronteras en “La Carreta” se
difuminan, no se sienten, más bien la otredad es construida por los nativos
ante la extraña presencia de las quitanderas
y el misterio que gira alrededor de la carreta varada en las noches: “Desde el primer día, la misteriosa carreta
marchaba rezagada. Al pasar por el rancherío de Saucedo, un viejo que sabía
mucho comentó que no era porque sus bueyes barcinos fuesen pachorrientos- Esa
carreta anda como avergonzada por algo será-“(pág. 100)
Los códigos de convivencia de los
ciudadanos rurales se verán obturados por la presencia de estas mujeres que
atraerán la curiosidad y atentarán con la calma diaria de los tranquilos
pueblos vecinos. El límite que fija la carreta como frontera puede ser en sí
misma una forma de fundar diferencias que no existían con anterioridad. La
sorpresa que genera el medio de movilización es tal que algunos hombres se ven
envueltos a investigar qué cosas o personas habitarían dentro de ella: “En el fogón de la carreta misteriosa pocas
veces se veían sombras humanas con Matacabayo iba Farías un viejo de mal
carácter, acreditado como sus propios perros” (pág. 101).
El camuflaje de estas mujeres era
necesario para que no fueran expulsadas literalmente de los asentamientos
temporarios por alterar el orden del pueblo. El comisario de uno de sus tantos
lugares provisorios, Don Nicomedes, dio una orden directa al conductor de la
carreta: “Hay que preparar la retirada.
Mañana deben empezar a levantar el toldo y con la música a otra parte. Yo sé
que las chinas pasteleras y la vieja esa que las ayuda, son las que han
inventau la cosa-¡La indiada anda alzada y puede ser peligroso si a algún
borracho le da por hacer escándalo una noche de estas!-“(pág.24)
Las fronteras geográficas fijaron su
límite estricto. Como bien cita el crítico Fernando Aínsa: “No es de extrañar, entonces, que el cruce de una frontera esté
reglamentado y su violación se penalice. Ese mismo ritual codificado por la
autoridad es el que otorga el derecho de paso de un lado a otro del límite,
función controlada por los mecanismos que lo legitiman”[1]
La literatura de Enrique Amorim ha sido calificada de cruda en su temática y
lindante con lo escatológico. Por ejemplo una escena de zoofilia que da cuenta
de esta práctica sexual es en la que Chiquiño ve a su padre Matacabayo apearse
y abrir las piernas, mirando para abajo muy junto al encuentro de su caballo. Amorim, también, utiliza un
lenguaje soez y no vacila en plasmarlo sin prejuicios, deslizando en su pluma
la jerga campestre y rústica: “Hasta el
linyera va a “mojar” (pág.30)
Amorim ha escenificado sus ficciones
en los departamentos fronterizos de Salto, Artigas y Cerro largo incorporando la fluidez dialectal de la
expresión oral a una prosa vigorosa y emblemática[2]
escapando al escenario rural se maneja en esa zona fronteriza suburbana de las
afueras de la pequeña ciudad.
El límite con Brasil hace que
uruguayos y brasileros convivan en un crisol de aventuras y lo atraviesen en
una idiosincrasia compartida: “Se llamaba
Pauján como era oriundo del Brasil, explicaba en una jerga pintoresca la
utilidad de los gatos -¡Eu vo facer una experiencia!”.
De esta manera las fronteras aunque
censuradas, cercadas y controladas no pudieron impedir que la carreta siga su
curso lento pero con rumbo fijo siempre bajo escenografía noctámbula, el lugar propicio para el amor compartido entre los
hombres que ofrecían las quitanderas: “De
la estancia se veía pasar la carreta desplazarse lentamente, con rumbo fijo
¿Para qué moverse en el campo, sino para conquistar algo? Sin embargo aquella
carreta, únicamente tenía rumbo fijo cuando de detenía de noche” (pág.63)
[1]
Aínsa, Fernando “Del canon a la periferia” en Encuentros y transgresiones en la literatura uruguaya. Ediciones
Iduce pág. 31.
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